Hasta finales del siglo XIX Venezuela era un país desarticulado física, política y económicamente. Físicamente, porque la falta de caminos no permitía enlazar la geografía del país. La primera carretera que unificó el centro con el occidente del país fue la trasandina, inaugurada en 1925, y la que lo enlazó con el sur del país fue abierta en 1935. Políticamente, porque el país estaba dividido en facciones y caudillos regionales, mientras el poder central no lograba imponerse.
Económicamente, porque no existía un mercado nacional, una unidad económica nacional, sino mercados locales, y a lo sumo regionales. El país existía, era verdad, pero era más que todo una ficción. Entonces, éramos más orientales o centrales o llaneros o corianos o zulianos o andinos, que venezolanos. Cabrera Sifontes dijo una vez que, a principios del siglo XX, muchos bolivarenses se conmovían más oyendo la Marsellesa que el Himno Nacional de Venezuela.
Estábamos allí, éramos venezolanos desde 1776-77, unidos por todos los atributos de nación y luego por la gesta gloriosa de unos libertadores, pero algo no encajaba aún para convertirnos en la verdadera Venezuela, la de todos los días, la que nos toca lo más profundo del corazón. Y de la Venezuela personal teníamos que pasar, creativamente, a la Venezuela colectiva, el país de todos y al servicio de todos, ese país que aún estamos creando, con tantas vacilaciones. Y en esa tarea destacó Guzmán Blanco, ese ilustre y vanidoso amoroso de París y que muchas veces depredó la Hacienda Pública venezolana como si fuera de su absoluta pertenencia (lo mismo hacían los demás caudillos, incluyendo a los más extraordinarios, como Páez), pero ese caudillo mayor tuvo una gran virtud, entre sus otras virtudes, y fue la de comenzar a desarrollar un proyecto de modernización, que nos ayudó mucho en nuestra consolidación como país. Y entre las muchas cosas que hizo, sobre todo en su primera gestión presidencial, la del septenato, figura la creación de un espíritu nacional, compartido por todos los venezolanos. Durante su gobierno se estableció el bolívar como la unidad monetaria nacional (antes circulaban las monedas extranjeras, salvo el breve episodio del venezolano y los tempranos intentos de los patriotas por crear un signo monetario nacional), se instituyó el Gloria al Bravo Pueblo como himno nacional, así como el Escudo, se le rindió culto a los héroes de la Patria, y se estableció el Panteón Nacional y las primeras plazas públicas con la denominación de Bolívar, se repatriaron sus restos y se celebró con pompa el primer centenario de su nacimiento. Se le dio presencia jurídica al venezolano en el exterior. Poco a poco, pues las naciones se crean lentamente, los venezolanos comenzamos a sentirnos más venezolanos. A veces, perdemos el rumbo y nos desesperamos, pensando, como sucede en las épocas de crisis, que el país está perdido y que los esfuerzos por seguir construyéndolo son inútiles, baldíos, pero no, la noción de Patria sigue intacta y se recupera cuando uno se toca el corazón como un ave fénix que llevamos adherida a la piel y que nunca desfallece en su sueño vital. Así le pasó al pabellón criollo, que es un canto a la gloria del mestizaje culinario de ingredientes de tierras ajenas y propias y el más excelso reconocimiento a la armonía de los sabores y de los nutrientes.¿Cuándo se creó? Nadie lo sabe con certeza. Lovera señaló que su fórmula data probablemente del siglo XVIII, mostrando que en las "Ordenanzas" del Hospital San Lázaro de Caracas, dictadas en 1760, se prescribía para el almuerzo "un principio de carne frita con plátanos maduros", que podría considerarse como el primer registro escrito del pabellón. Otra publicación, sin el rigor investigativo de Lovera, dice que el pabellón desciende de un plato español del siglo XVI, hecho con costado de vaca, y de nombre parecido. Aquí, sin embargo, no se trata sólo de nombre, sino de algo más profundo, como son los hábitos de alimentación nacional resumidos en un plato. Por mi parte, creo que el "pabellón criollo" fue haciéndose de la misma manera como se fue construyendo el concepto de patria. Y no es una cuestión de retórica. Miguel Tejera, en su Venezuela pintoresca e ilustrada, en el tomo segundo, pasa revista a los platos típicos de Venezuela. Y dice que el almuerzo de los venezolanos, (Tejera escribe en la década de 1870), consistía en sancocho, legumbres y carne frita con plátano frito, que es -agrega- un plato nacional como el sancocho. Tejera en su breve inventario no menciona al pabellón. Sigamos. A Jenny de Tallenay, visitante francesa e hija del Cónsul General de Francia en Venezuela entre 1878 y 1881, le sirvieron, en una posada de Guaracarumbo, situada en el camino de La Guaira a Caracas, "trozos de carne que nadaban en una salsa de pimentón y azafrán, frijoles, especies de habas hervidas, plátanos fritos..." O sea, le sirvieron casi un pabellón, pues faltaba sólo el arroz blanco. En noviembre de 1886 el "Restaurant El Vapor", situado en el N.o 13 de Altagracia a Cuartel Viejo, ofrecía varios menús muy detallados, donde aparecía la carne frita, las caraotas negras, el arroz blanco, el plátano frito, pero por separado, y no integrado en un plato llamado "pabellón". En 1889 Enrike Stanislav Vráz, un viajero checoslovaco, comió a bordo del vapor Bolívar, en viaje desde Puerto España hasta Ciudad Bolívar, carne con arroz y plátano frito, le faltaron las caraotas negras para tener un pabellón. Vráz en ninguna parte menciona el "pabellón". En marzo de 1893 abrió sus puertas al público el restaurante caraqueño "El Pabellón Nacional", y ofrecía un menú que no incluía al "pabellón criollo". En la tradición alimentaria del venezolano el arroz blanco y la caraota negra, mezclados, habían vivido en concubinato durante mucho tiempo. De eso hay evidencia.
Una sola basta: García de La Concha escribió en sus Reminiscencias, de principios del siglo XX, que "Las caraotas negras eran el plato de ley en toda mesa: principalmente, alimento de la pobresía, las caldúas, las fritas y hasta re-fritas, siempre fueron inseparables del arroz blanco". José Antonio Díaz, hacia 1870, menciona la enorme popularidad nacional de la Incansable carne frita". Con todo eso queremos decir lo siguiente: 1. Cada uno de los ingredientes del pabellón (carne frita, caraotas negras, arroz blanco y plátano frito) gozan, por separado, de gran estimación popular. Algunas veces se sirven mezclados de dos en dos, pero no como un plato único. 2. Después de mucho buscar, no he podido encontrar ninguna referencia escrita sobre la existencia del pabellón como un plato integrado antes de comienzos del siglo XX. Después, las referencias se hacen frecuentes. En ese período, entre finales del XIX e inicios del XX, nació el pabellón criollo como un plato característico de nuestra gastronomía nacional, como el resultado de una larga historia de amor, incompleta y tardía. Al trío inicial, carne frita, caraotas negras y arroz blanco, se le agregaron las ruedas o las tajadas de plátano fritos, y más tarde, con la "modernidad", lonjas de aguacate, queso frito o un huevo frito, para darle aún más corporeidad como alimento sustancioso e integral.
García de La Concha cuenta (¿hacia 1910?) que la comida popular entonces era el pabellón, acompañado por una arepa y un vaso de guarapo. Se vendía en los "mesones" o posadas, servido en un plato de peltre. Le ponían caraotas negras, arroz blanco y carne frita. Si uno lo pedía con "estrellas" (que quizás eran tostones de plátano verde frito), le agregaban dos ruedas de plátano frito. Tres centavos costaba el pabellón, 1 centavo la arepa y otro centavo el vaso de guarapo. En total, 5 centavos, es decir, 25 céntimos o un "medio real". En aquel tiempo, un kilo de carne fresca costaba 16 centavos, una libra de arroz 10 centavos, una libra de caraotas negras 7 centavos, y un huevo 2,5 centavos. El guarapo, que era el acompañante ideal del pabellón, se hacía en un barril de un octavo, de los que venían con vino moscatel y eran llamados "guaraperos". Allí se echaba el agua y se ponía a derretir el papelón. Luego se le agregaban unas conchas de piña y unos canutos de caña de azúcar pelados y partidos en trocitos. Después se meneaba bien con una paleta de madera y se dejaba reposar. Si era para consumir el mismo día, se le llamaba "guarapo fresco", pero para el día siguiente ya estaba entre "dulce y fuerte", y pasados tres días ya merecía el calificativo de "fuerte". Ese guarapo, conocido también como la "cerveza del pobre", era vendido en todas partes en aquella ciudad tranquila que fue Caracas. Esa evolución del plato es contada magistralmente por Job Pim, porque los poetas son los historiadores de la eternidad: Todo aquel que haya comido en restorantes baratos, de los populares platos debe haber el nombre oído.
Las caraotas que, fritas,son manjar del proletario llámanse aquí de ordinario, negritas,Mas si las sirven guisadas, resultan algo más finas,pues entonces son llamadasCarolinas.Y si la mitad le amputo, y añado de arroz el resto,ya tengo un plato compuesto: medioluto.Es desde épocas remotasel plato de sensación,carne, arroz y caraotas: pabellón.Y si a agregar se le manda de plátano otra secciónes entonces pabellón con baranda.
Bibliografía: Cartay, Rafael,EL PAN NUESTRO DE CADA DÍA, Fundación Bigott pag 146.